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Escenas en la vida de un pelo enrulado

Por Tessa García

1. Tengo siete años y me preparan para tomar la primera comunión. Mi madre, con un secador de pelo y un cepillo de cerdas gruesas lo peina y estira con fuerza. Es necesario que quede lo más lacio posible, nadie quiere ver a una hija de Dios con el pelo indisciplinado. Y además, para mi mamá de los años ´60, ver un rulo es como ver a un muerto caminando.

2. Tengo doce y en el colegio hacen comentarios poco simpáticos sobre mi pelo. Llama la atención que esté tan levantado, tan enrulado, tan distinto. No importa que lo ate en una cola de caballo, no importan los baños de crema que me haga, algunos compañeritos me dicen “Alonso y Mariño”, que es una marca de escobas. Teniendo en cuenta la crueldad de los niños adolescentes de mi clase yo solo soy una víctima más y me consuela que al lado mío se sienta una chica que recibe el poco amable sobrenombre de “sapa”, porque tiene los ojos demasiado separados. La injuria no termina ahí y cada tanto mi compañera es enviada a “poner un huevo” con Marto, otro amigo de la clase que recibe el nombre de “sapo”, por tener los ojos en la misma situación.

3.  Tengo diecisiete y las vacaciones de verano están por empezar. Mis padres me dieron plata para pagar el alquiler de una casa en La Paloma junto con otras diecisiete amigas. Solo tengo un problema: mi pelo motudo. Quizás sea el momento perfecto de probar el mentado “laciado de la banana”, así que con lo que se dice alegría voy a la casa de la señora brasilera que lo hace, a alguna altura de avenida Italia. El olor a amoníaco invade su living y hay una olla con un líquido amarillo, trozos de banana y por supuesto no sé qué más. También hay un loro suelto, bastante pintoresco e informal me está pareciendo todo. Pero salgo de allí con el pelo lacio. Y chamuscado como si le hubieran cortado las puntas con la llama de un encendedor. Estoy feliz y ahora sí con el pelo lacio me siento hermosa a la par de cualquier chica bella que exista en el planeta. Ahhh, diecisiete años… Durante el día tomo el sol y de noche me pinto bastante y con mi pelo lacio chamuscado salgo a ver qué onda.

4. Tengo veinticinco y cada vez que voy a salir con un hombre que me gusta me apresuro a la peluquería para que me hagan un brushing y me dejen luciendo como una mujer normal y bella a la par de cualquier chica bella que exista en el planeta. Pero a veces me miro en el espejo y me aburro un poco de mi cara enmarcada en un pelo que no es. Hay algo que no funciona y el brushing me está empezando a tener harta. El pelo lacio que no es, me está empezando a tener harta. Encima, no hay relación ninguna entre el tiempo y plata que gasto en la peluquería y el éxito de mis encuentros con los hombres que me gustan.

5. Tengo cerca de 40 y si algo tiene lindo esta edad es el cariño con el que me miro en el espejo. No tomo medicación ni consumo sustancias de forma abusiva y sin embargo me encanta la mujer descomunal que soy. Amo mis rulos y mi pelo tal como es, sobre todo cuando lo tengo bien arreglado, que hoy por hoy hay miles de productos que ayudan… Ya hace tiempo le dije “adiós” al secador de pelo y “hola” a darme cuenta de que la naturaleza es sabia y que si me dio esta cantidad de rulos debe ser porque mi cara los necesita. Sí, amo mis rulos, mi pelo indisciplinado y le doy una patada en el trasero a todo aquél o aquello que no me acompañe en el espíritu de amarme a mí misma tal y como soy sin brushing ni laciados ni pelotudeces.

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